viernes, 5 de enero de 2018

Unamuno vs Millán Astray





Corría el día 12 de octubre de 1936, poco meses después del comienzo de la guerra civil española. Se celebraba el 'Día de la Raza', convirtiendo la tradicional fiesta de la Hispanidad en una exaltación nacionalista de lo español. Las principales personalidades del naciente Régimen quisieron celebrarlo con un acto cultural en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, donde, aprovechando la apertura oficial del curso universitario, se reunieron las más altas esferas del franquismo. Era una ocasión para que Unamuno se integrase en la nueva elite social.

Pero Unamuno había acudido sin muchas ganas, pues llevaba semanas rectificando su inicial apoyo a los llamados 'nacionales' y convencido de que la deriva de ese movimiento conservador contra la República ya solamente traería intolerancia, muerte y destrucción. Pero, como rector de la Universidad, no puede faltar a un acto tan solemne. A regañadientes, el rector se pone la toga y la muceta negras y, al cuello, la medalla de la Universidad. 

Miguel de Unamuno está imbuido de una profunda desesperanza. Lleva en el bolsillo una carta de la mujer de Atilano Coco, pastor protestante español entonces encarcelado -y luego fusilado-, cuando se sienta en la mesa presidencial junto a Carmen Polo, esposa de Franco; al general Millán Astray, fundador de la Legión; al obispo de Salamanca, Pla y Deniel; al presidente de la Audiencia; y a José María Pemán. Antes ha anunciado que no intervendrá en el acto: «Me conozco cuando se me desata la lengua». En el acto iban a intervenir el catedrático de Historia, José María Ramos Loscertales, y el de literatura, Francisco Maldonado, el dominico y catedrático Vicente Beltrán de Heredia, y José María Pemán.

Podemos imaginar fácilmente que la temperatura emocional de la sala -repleta de falangistas y legionarios- era muy alta, dado el momento histórico y la efeméride que se conmemoraba. En ese contexto, y cuando le llegó el turno de leer su discurso, José María Ramos Loscertales pronunció unas palabras de menosprecio a vascos y catalanes, y algo más tarde incidió en el mismo sentido un anodino profesor de literatura, especialista en el Siglo de Oro, Francisco Maldonado, quien, al referirse a Cataluña y al País Vasco, dijo que eran “cánceres en el cuerpo de la nación que el fascismo, que es el sanador de España, sabrá como exterminarlos, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”. Unamuno tomaba notas. A continuación habló José María Pemán, que puso moderación en su discurso, y se supone que con esto acababa el acto. 

El profesor vasco no se encontraba cómodo después de escuchar el discurso de exaltación del bando nacional de uno de los ponentes, que sí gustó al general Millán Astray, allí en representación de Franco.

Unamuno y Millán Astray pertenecían ambos al Ateneo de Madrid, donde se debatía mucho por parte de grupos de tendencias discrepantes, que en bastantes casos se dedicaban a zaherirse los unos a los otros. Y en cierta ocasión llegó a oídos de Millán Astray que Unamuno iba diciendo que el primero “se había hecho rico con el sacrificio de los soldados que luchaban en África”. Al comenzar la guerra, Unamuno se había posicionado inequívocamente con el  bando sublevado. El mismo 18 de julio, a la vista de los soldados y los oficiales militarmente formados, había exclamado aquello de “¡Viva España, soldados!” para añadir a continuación: “¡Y ahora, a por el faraón de El Pardo!”, en una transparente alusión a Azaña, al que detestaba, y a cuyo gobierno había motejado de “miserable”. La respuesta del gobierno republicano había sido la de expulsarle de su cátedra: Azaña no ignoraba que el bilbaíno había dicho de él aquello de “cuidado con Azaña, que es un escritor sin lectores y sería capaz de hacer la revolución para que lo leyesen”.

Aunque no tenía previsto cerrar el acto, como rector que era ejerció su derecho a hablar. Unamuno se levantó lentamente y se dirigió al estrado iniciando así su más polémica disertación, vehemente como casi siempre y sin duda valiente, en la atmósfera de la Salamanca de 1936, que sonaba casi ofensiva para quienes se estaban jugando la vida en una partida en la que aún no podía saberse de qué lado caería la victoria. 

La reproducción de su improvisado y hermoso discurso, que ha acabado siendo más célebre que su obra literaria y filosófica, está sacada del libro sobre la Guerra Civil del hispanista británico Hugh Thomas:

“[...] sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso -por llamarlo de algún modo- del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir lo mismo. El señor obispo lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo mi vida enseñando la lengua española...” 

En ese momento del discurso de Unamuno, Millán Astray entra en estado de cólera, pronunciando ¡Vivas! a España e insultando a la intelectualidad (con el supuesto "¡Muera la Inteligencia!"), sus escoltas y otros legionarios presentes lanzan a las sabias paredes de la universidad el lema atroz de la legión: ¡Viva la Muerte!. Millán Astray pide hablar, repite voz en cuello las palabras del profesor Maldonado sobre Cataluña y Euskadi como cánceres de España... . 

Sin inmutarse, a pesar de la crispación del momento, Unamuno continua hablando:“Acabo de oír el necrófilo e insensato grito "¡Viva la muerte!". Esto me suena lo mismo que "¡Muera la vida!". Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje a quien acaba de intervenir, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esta superioridad de espíritu es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor. El general Millán Astray desea crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso quisiera una España mutilada (…)”.

Es cuando Millán hace el primer amago de amenazar con su arma al filósofo, pero el sabio anciano no se acobarda y sigue: “(...) Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote!. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.”.

Acto seguido, se levantó de su asiento y se marchó, increpado por los presentes. Ante el intento de agresión a Unamuno por parte de legionarios y falangistas, la esposa de Franco, Carmen Polo, tuvo que dar el brazo al Rector para acompañarle a salvo hasta su coche. Unamuno pasó a arresto domiciliario y apenas dos meses más tarde fallece el 31 de diciembre de 1936.

MAG/05.01.2018





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